Encontraba
ante mis labios el dulce sabor de otros finos y suaves como la juventud que
delataban. Una firme mano acariciaba mi pelo lentamente y colocaba mi rostro en
su pecho. No hay sonido en este mundo que pueda conmover más que el sonido de
un corazón latiendo, pensé. ¿Y yo? Un débil latido que deja mis manos frías.
Así era yo. Y aun así, ahí se encontraba ese sentimiento de apego que no abandonaba
mi piel, temblando, sintiendo un calor cercano, una pasión ilícita que se
extiende a través de las venas.
Amargos,
mis besos, no encontraban el tiempo y repetían, al compás, su melodía. Pasaba
el níveo rostro a ser aloque como el vino sobre la mesa. Y en ese instante se
fundía la película y comenzaba el instinto que arrebata cada falta de gracia a
nuestros cuerpos, y nos delata, con una realidad abrumadora, hacia todo lo que
es bello y hermoso en este mundo, y no tiene ley y no debe castigo. Y allí
pensé: No busco nada más en este mundo que conservar este momento.
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