lunes, 10 de junio de 2013

Amargos, mis besos

Encontraba ante mis labios el dulce sabor de otros finos y suaves como la juventud que delataban. Una firme mano acariciaba mi pelo lentamente y colocaba mi rostro en su pecho. No hay sonido en este mundo que pueda conmover más que el sonido de un corazón latiendo, pensé. ¿Y yo? Un débil latido que deja mis manos frías. Así era yo. Y aun así, ahí se encontraba ese sentimiento de apego que no abandonaba mi piel, temblando, sintiendo un calor cercano, una pasión ilícita que se extiende a través de las venas.

Amargos, mis besos, no encontraban el tiempo y repetían, al compás, su melodía. Pasaba el níveo rostro a ser aloque como el vino sobre la mesa. Y en ese instante se fundía la película y comenzaba el instinto que arrebata cada falta de gracia a nuestros cuerpos, y nos delata, con una realidad abrumadora, hacia todo lo que es bello y hermoso en este mundo, y no tiene ley y no debe castigo. Y allí pensé: No busco nada más en este mundo que conservar este momento.

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